Se va el año y hemos pasado otra vez por los mismos lugares y los mismos aromas nos han rozado las carnes y los mismos alientos tristes se nos han escapado por la boca, como ayer, como siempre. El año se acaba y hemos sido más niñas que nunca, y más pequeñas que nuestros sueños ansiosos de felicidad, y más rotas de fuerza que los caballos que nos llevan, ciegos de furia sin razón e impotencia. Nos hemos abierto los ojos a verdades creadas sólo para descubrir las mentiras eternas de horas constantes. Hemos sido cóncavas y convexas con pequeños momentos, nos hemos transportado con días de horrores convertidos en gozo, placeres vacíos, humos momificados a través de los años que llevamos a cuestas. Hemos incorporado la crueldad, y el desengaño hecho carne, a la rutina de la vida, convirtiéndonos en pálidas muecas de nosotras mismas, esas nosotras mismas que seguimos buscando en los baúles del tiempo mal confitado.

 

Nadie nos ha dado tiempo para mirar el camino que pisamos, que hacemos al andar.

 

Se van otra vez las horas hacia el lugar donde mueren las ilusionas rotas, hacia los templos donde se sacrifican animales sagrados de amor y odio, sin bautizos, sin aleluyas, sin cantos ni rosas rojas. Será que hemos descubierto el secreto mejor guardado de los besos: que salen de un lugar más profundo que la boca. Y aun peor: que se manchan fácilmente de miedos y angustias y penas y rabias y cosas rotas. Seguimos haciendo daño a los que más queremos y así nos damos puñalada tras puñalada en el corazón, como leones que matan a sus hermanos en juegos demasiado tiernos para colmillos tan afilados. Las sangres que nos corren por los labios están tan llenas de vida que nos arrancan hasta el aliento con su aroma de vida inútilmente arrebatada…

 

Nadie nos ha dado tiempo para mirar el camino que pisamos, que hacemos al andar.

 

No hay ningún viento que nos lleve, pues después de tanto cargarnos de sueños muertos, nos hemos vuelto demasiado pesadas. Y el que diga que todo pasa, que se mire las palmas de las manos y que busque tierra entre sus arrugas, y que mida la longitud de las cicatrices, la persistencia del aroma perdido, más intenso que cualquier realidad. En arcilla nos convertimos cada día en esta arena del desierto, esta tormenta de semanas y domingos tristes, este pasar entre tierras cada vez más áridas sin gota de agua fresca que llevarnos a la boca. Sin viento alguno que nos lleve con nuestro cargamento de miradas truncadas.

 

Nadie nos ha dado tiempo para mirar el camino que pisamos, que hacemos al andar.

 

Abrazada a mi propia soledad, descubro que andar es lo que importa, sola si sola, rota si rota, con mieles amargas o espadas amadas. Sabiendo que cada día comprendo un poco más las verdades ocultas de la sangre que me queda sin derramar.

                                                                                                                (Invierno del 2001)