Y entonces apareció el dios de las noches rotas, al oírnos quemar canciones, y abrió los ojos de par en par, encima de la roca desde la que nos miraba, temblando de miedo, y dijo: "¿En qué os habéis convertido? ¿Por qué me habéis convertido en ceniza para vuestros altares?". Y empezó a llorar como un ángel de alas astilladas, ahogándose en su propio aliento, buscando un aire que no necesitaba, sitiéndose sucio y trastornado. Una tormenta apareció en el cielo, negra y pesada de cansancio, con la futil intención de volver a limpiarnos, en un intento de consolar al dios traicionado. Pero, solo, desde su roca, éste comenzó a hablar con palabras entrecortadas, gritando, deshaciéndose aún más en sus lágrimas, convertido en mortal: "¿Y qué hicisteis con los ojos sagrados? ¿Dónde está ahora la capilla de las manos tenues? ¿La sábana de los ofrecimientos? ¿El profeta desnudo? Todos muertos y destrozados como muñecas en vuestras manos torpes. Salvajes. Ciegos. Malvados". Y el dios se entregó a un grito de desgarro que duró siglos, y se rasgó la cara con las uñas, y blasfemó contra sí mismo, y mandó marchar a la tormenta, que se fue enturbiada de lástima. Entonces se clavó la cruz en unos de sus ocho corazones negros de sangre para mancharnos a todos con su dolor, y nos quemó la cara y las manos con su salitre, muriendo.

Después nosotros escupimos en su cara, orgiásticos de risas, y de la caja de muertes sacamos un muñeco de barro nuevo al que dimos un cetro, una roca, ocho corazones negros.